jueves, 7 de octubre de 2010

En soledad, a mi amada voz le conté mi angustia; a esa voz le lloré,  le pedí consuelo y le pregunté su nombre porque deseaba sentirme segura de lo que estaba sintiendo. Y me dijo: Yo Soy. Riega mi jardín porque deseo un paraíso con las plantas más bellas, con olor, con color, con flores y frutos. Haz senderos donde caminar y sitios donde reposar. Y que sea tan hermoso que todo el que llegue tenga por fuerza que alabarme y exclamar: "Dios mío".
Como el patio de mi casa es muy grande, me levantaba de madrugada a regar. Lo hice durante mucho tiempo, pagué a personas que limpiaban, que hacían huecos, que sembraban. Me entristecía que los bachacos y hormigas dañaran mis matas y cada mañana me asomaba esperando que durante la noche hubiera ocurrido un milagro y de repente todos los árboles estuvieran llenos de flores. Pero nada pasaba. Un día le pregunté: Señor, ¿hasta cuándo tengo que regar para conseguir lo que quieres?, y Ël me contestó: "Hasta que salgan las ranas". Bueno, por lo menos cuando lloviera descansaría, porque al cantar las ranas se anuncia la lluvia. Y me levanté entonces a orar mientras regaba y a la vez le contaba mis cosas, le pedía consejo, y Él me daba canciones día a día, que yo almacenaba en mi memoria porque no sé escribir música ni tenía grabador. En esos diálogos, yo hablaba en voz alta y sentía su voz dentro de mí. Y digo "sentía" porque no sé describirlo de otra forma. La voz de Dios no es como la de nosotros... tiene una nitidez bellísima... es autoritaria, decidida, pero es dulce y suave, y calma. Uno se siente tranquilo, en paz, seguro, fuerte, alegre. Es una voz que se siente, que uno sabe pero no explica.
Y seguí regando... y mis plantas se ponían feas y se secaban... y se llenó el patio de monte... y de noche los bachacos destruían los retoños nuevos.

Cuando el Señor me dijo que regara hasta que salieran las ranas, yo lo tomé literalmente, entendí que eso era porque empezaría a llover y saldrían las ranas anunciando el agua. Pero las ranas salieron y cantaron. Y llovió. Y no pasó nada, todo seguía igual de feo.

Contemplando todo aquél monte, oí que Él me decía: "No desprecies ninguna de mis plantas, porque toddas tienen su propósito"... y, claro, yo sabía de la fregosa, el llantén, el pazote, que son medicinales. Y por lógica, muchas plantas más debían curar enfermedades.

Así pasó el tiempo, madrugando a orar, escribiendo canciones y regando con la firme intención de hacerle a mi Dios un paraíso en el patio.

Un día sentí tal desaliento mientras regaba, que le dije a mi esposo: ¿Valdrá la pena que siga en ésto?... ¿no será mejor que deje que se sequen estas matas?... mira, ni un retoñito, nada de nada y yo riega que riega...

Y de repente, de golpe, entendí. Varios años después, al fin comprendía... eso es lo que mi Dios está haciendo con nosotros. Esto es lo que Él siente porque somos sus plantas que no retoñamos ni florecemos, no damos olor fragante, no producimos. Yo me estaba quejando por madrugar a regar un patio. Él, no duerme nunca, regándonos con su amor infinito.
¿Te cansarás, Señor, de regarnos?... ¿te cansarás de esperar nuestros retoños?... ¿desearás arrancarnos de raíz?... perdón por ser un árbol seco... perdón por por permitir que nos invadan los bachacos, que nos coman los brotes nuevos...
Conmovida por esta revelación, pedí  discernimiento al Espíritu Santo que me llevó a Apocalipsis 16.13 que dice: "Y vi salir de la boca del dragón, y de la boca de la bestia, y de la boca del falso profeta, tres espíritus inmundos a manera de ranas".
Y luego en 14, dice: "Porque son espíritus de demonios, que hacen señales para ir a los reyes de la tierra y de todo el mundo, para congregarlos para la batalla de aquél gran día del Todopoderoso".

Dios me había dicho:"Riega el jardín hasta que salgan las ranas"... o sea, ora e intercede hasta que los espíritus inmundos salgan de la gente. El Espíritu Santo me revelaba que las ranas son demonios, que el jardín somos nosotros, que el riego es la oración y la alabanza. Me estaba pidiendo que orara por sus plantas hasta que salieran los demonios, que lograra de sus plantas flores, olor, fruto, ayudada con las canciones que me daba, las alabanzas que con la espada suben al cielo para abrir las puertas de la bendición y bajan convertidas en unción.

miércoles, 6 de octubre de 2010

En el tiempo

Un día me desperté sobresaltada al oír que me llamaban. Una voz apremiante insistía en que me levantara para dictarme una canción, y mientras la escribía me di cuenta de que también tenía melodía. Y así seguí, levantándome a escribir las canciones y cantándolas durante el día mientras hacía el trabajo de la casa.
Nada me era más preciado que esos instantes de comunión con Dios, ese alguien que sentía pero que no veía. Mi Dios me aconsejaba, me consolaba, me llenaba de paz, me hablaba como si fuera una niña y cuando yo no entendía me volvía a explicar con ejemplos más fáciles.
Una madrugada muy temprano abrí los ojos cuando los gallos comenzaban a cantar y percibí que podía entenderlos. Oía con claridad y comprendía lo que cantaban. Ese quiquiriquí daba glorias a Dios. Uno lo decía y los otros lo repetían sin cesar. Durante horas oí ese canto, tan distinto a otros cantos, y cuando se incorporaron los pajaritos el alboroto era tan grande que me pareció imposible que nadie le prestara atención.
¿Qué me pasaba?, ¿por qué mi entorno parecía tan vivo?, ¿cómo podía percibir las cosas con tanta claridad?... ¿cómo podía saber que esa presencia consoladora estaba allí, conmigo?
Yo no sabía qué podía hacer con todo eso porque El Señor deseaba que diera testimonio, que llevara a la iglesia las canciones que me daba, que las cantara, que lo adorara, que se oyeran sus alabanzas, que le dijéramos lo que Ël quería. Y su orden era apremiante. Cuando el grupo de alabanza cantaba, Él me ordenaba cantar. Se me ocurrió grabar las canciones para los muchachos y así complacerlo, pero Ël no estaba conforme. Yo me sentía tan inquieta por no saber hacerlo que quería dejarlo de lado y continuar mi vida, pero no me lo permitió. Recuerdo que le dije: Padre, no quiero hacer el ridículo... en la iglesia he oído de hermanos que te conocen desde pequeños que Tú llamas a los adoradores jóvenes... fíjate que estoy vieja, que ya no tengo el vigor de la juventud, yo no sirvo para ésto. Y Ël me amonestó: "Sé los años que tienes. Yo te los dí. Te he llamado en tus mejores años, escucha y aprende. En la hermosura de la santidad, te doy eterna juventud".
-Señor, no soy fuerte, soy una pequeña mujer indefensa y frágil.
-Eres la más fuerte de mis hijas.
Entonces puso en mi mano una enorme espada que no pesaba. Y cubrió mi cuerpo hasta las rodillas con una armadura plateada, botas en mis pies y casco en la cabeza.
-Alza tu espada, dijo. Voy delante de tí
Tuve el discernimiento para saber que estaba vestida con la armadura de la alabanza; que la alabanza cantada es la gran espada alzada al cielo que rompe todas las barreras, que abre todas las puertas para que se derramen las bendiciones.
Así, empecé a hablar pero no me creían. Era sólo historias, emociones... imaginación...

viernes, 1 de octubre de 2010

En el tiempo

Una noche tuve una horrible pesadilla. Me senté en la cama llorando porque veía muchos niños sufriendo por algo que no comprendía. Observé divisiones territoriales y en cada espacio bebés de cada raza... todas las posibles combinaciones. Vi destrucción por terremotos y guerras... gente entre los escombros, gritos desesperados. Sabía que morían de hambre, allí, espectadora impotente.
Del otro lado, nenes saludables, con abundante comida que despilfarraban porque estaban saciados... nadie quería más y la botaban. Había un cartel sobre el suelo que tenía el nombre de mi país y percibí ira en el ambiente, como una presencia que se alzaba sobre todo el mundo.
Subí, y desde el espacio observé todo el planeta. Una mano grande, colocada sobre la Tierra, lista para destruirla. Entonces supliqué con gran angustia porque no quería que los pequeños muriesen y pedí por ellos alegando su inocencia. Cuando no aguantaba más, la mano se retiró. Y desperté.

Unos quince años después, estaba sumida en una fuerte depresión. Tenía problemas laborales y mamá estaba gravemente enferma. Caí en una situación alarmante, no deseaba hablar con nadie, no quería visitas, lloraba contínuamente y permanecía acostada. Creyendo que moría, un día decidí aceptar a Jesús como mi salvador. Confieso con vergüenza que lo hice como último recurso porque ya en mi casa tenían pena de llevarme a cada momento a la clínica y porque los médicos decían que no tenía nada. Pero aquella decisión cambió drásticamente mi vida.
Una madrugada me despertó una serenata... personas que a lo lejos, con unas voces suaves entonaban una melodía que me mantuvo extasiada un rato, hasta que me di cuenta de que aquellas voces estaban en el cuarto o dentro de mí. Recuerdo el "aleluya", el "victoria"... palabras en una canción demasiado bella para poder expresarla con claridad. Imposible retener algo tan sublime.
Esa mañana marcó el comienzo de muchas mañanas musicales. Y comencé a pasar los días cantando lo que oía en esas albas prodigiosas.